lunes, 15 de marzo de 2010

Verdades insanas

Primero caían las lágrimas suavemente, luego me dolía el pecho y una corriente cálida y salada inundaba mi cara y mis manos; al terminar me quedaba dormida. Convivía de sábado a sábado, cada día era igual que el de ayer, pero llegaban los domingos y no tenía nada que hacer, la ciudad se silenciaba, todo parecía ir a cámara lenta, yo no tenía que ir a trabajar, cogía el teléfono y no sabía que número marcar. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de todo, de como veía mi cuerpo desde fuera, dejando caer su rubio pelo en la espalda de él, de los suspiros y la mirada inerte. De las veces que me decían que carecía de calor, que era la cosa más fría que habían intentado conocer, que ni siquiera entre sus sabanas conseguían ver algo por dentro. Y me hacía poner una mueca; es mejor que dejemos de vernos por un tiempo. No sabía que número marcar; no sabía si necesitaba el calor, el paso del tiempo o si necesitaba una bofetada para regresar a la realidad y asumir que las cosas no iban bien; me acordaba de que las pastillas blancas grandes eran las del desayuno, las rosa de la comida y las blancas a la mitad las de las cena; me perseguían a pesar de que me había ido lo más lejos posible de esa niña tonta que no salía de su propio mundo, qué patética me parecía, siempre escuchando a Coltrane.
Qué difícil es compartir la soledad.