Me despierto de repente, como si estuviera programado, repaso el manual, escribo, preparo café, me visto, me cuelgo el MP3 y bajo las escaleras, la temperatura es baja, aún es de noche, el mundo aún duerme, aún no es real, y yo corro, no paro de correr hasta llegar a la mitad del camino, bajo el ritmo, ando, llego al río, aspiro el aire y vuelvo a correr, mirando al frente, mil metros a la máxima velocidad, hasta que sienta los pies ligeros y el pulso golpeando en las sienes, hasta que sienta que he echado a volar unos minutos, luego el estomago se encoge y paro, estiro, y vuelvo a casa, sin acelerar demasiado. Otra vez en la mitad del recorrido aspiro el olor de una panadería y me doy cuenta de que ya falta poco para que amanezca del todo, cuando llego de nuevo al portal el mundo ya funciona, ya es de día, ya es real.
En esos 8 km y medio, en esos 50 minutos diarios me siento libre. En esos 8 km y medio me da tiempo a pensar que vivir no es necesariamente una búsqueda de la felicidad, ni del equilibrio, de que sólo paso día tras día, pensando en mi, en ti, en todas las personas que pasan, que pasaron y que pasarán ante mis ojos, que lo paso entre las cuatro paredes de cualquier lugar o entre las calles de cualquier ciudad, que tengo demasiadas cosas que hacer antes de mi fecha de caducidad como para pensar en ser perfecta, demasiadas cosas que me dicen que yo no nací con esa predisposición que tienen algunos a ser buenas personas, nací libre de elegir, la suerte de escoger qué vida llevar, la manía de proteger mis secretos, nací sin miedo a acabar, odiándome y amando mis imperfecciones. En esos 8 km y medio, cada día, me resulta más fácil perdonarme. Hoy me di cuenta de que soy ignorantemente feliz...