martes, 8 de noviembre de 2022

Hace un año estaba hecha polvo.

Ahora que empieza a hacer frío y paso más tiempo en este hogar que en su día cree para dos, la memoria me traiciona y recuerdo las noches de maratones de películas con gominolas y copas, las risas en pijama y las miradas cómplices, como si aquello pudiese durar para toda la vida.

Recuerdo perfectamente su olor y lo embobada que me quedaba mirando sus manos mientras dibujaba y fumaba, su manera de sujetar las cosas, como para no romperlas. Sus enormes ojos marrones y los bucles que se le formaban por la mañana al despertar.

Como diría Lars von Triers, el ingrediente secreto del sexo es el amor. Por eso fue tan bueno mientras nos quisimos. Por eso y porque durante un tiempo estábamos dispuestos a cumplir todas las fantasías que tuvimos, desde parar el coche en un camino a joder contra la ventana a la vista de todo el vecindario. 

Todo eso quedó empañado por los gritos, la guerra de egos, el silencio de después. Mis lágrimas y su indiferencia. Mi ansiedad y sus huidas. Las veces que le suplicaba que no me abandonase porque me había acostumbrado a su maltrato, aún sabiendo que en realidad tenía que dejarle marchar. Aún sabiendo que yo misma me había atado a alguien que no iba a ponerme jamás como su prioridad.

Fallamos ambos. Estaba claro que teníamos que intentarlo. Sumirnos en un amor obsesivo y destruirnos por querer controlar al otro. Dos mentes brillantes que no supieron lo más básico: ser felices juntos en vez de competir.

Ahora he aprendido una dura lección, es probable que nunca vuelva a vivir con nadie, y es muy certero que huiré a la mínima señal de posesión. No creo que vuelva a sacrificar mi libertad por amor, lo cual desemboca en una soledad auto impuesta quizás para el resto de mi vida.