Me sentía como un pequeño pez dorado, rodeado por una esfera de cristal que me protegía ante los enormes ojos de la gente, luego me sentía como una merluza, manoseada, expuesta con la boca abierta, con un precio mísero. Pero había mucha gente gritando. Y yo no podía decir palabra, ni esconderme. Tenía miedo, lo cual era lógico, podían comerme.
Cuando me quise dar cuenta, el agua de la bañera dónde me había quedado dormida se estaba enfriando. Salí y me vi en el espejo, desnuda y sin escamas.
No saben cuánto daño pueden hacer las palabras, atraviesan como cuchillos la garganta, te pueden dejar sin respiración y herirte de tal manera que no sabes si algún día te recuperarás.
Pero yo vivo a base de ellas.
Así que si tienen algo que decir, acérquense, no tengan miedo, no me gustan los peces.