viernes, 1 de septiembre de 2023

Sicía



 En el mundo antiguo, el hombre desconocía el fuego, el dolor y las preguntas.
 Se acostaba al ir escondiéndose al sol y se despertaba a su regreso. 

 En este mundo la gente vivía en una pequeña pradera rodeada de un gran bosque. Para acceder al lago de dónde sacar el agua, había que cruzar un camino, tan estrecho, que solo las mujeres y los niños cabían. Y los hombres, que eran buenos, confiaban en su vuelta.
 Un día, una de las mujeres más jóvenes, de curiosidad insaciable, se quedó soñando despierta y vio por primera vez llegar la noche oscura; cuando miró al cielo, se dio cuenta de la presencia de la luna y se dijo a si misma, que quizá podía probar el sendero con su luz. 
 Así esperó varios días, hasta que un de ellos tuvo el valor suficiente y al anochecer, esperó a que todos estuviesen dormidos y caminó entre las piedras hasta acercarse al lago.  Para su asombro, el agua brillaba con un azul muy claro, resplandeciente. Metió las manos y toda ella brilló, después tomó un sorbo y a su mente llegaron todos los conocimientos de todos los mundos. Cogió un cubilete de madera para disponerse a llenarlo y llevar el conocimiento a su pueblo, pero este ardió en el instante abrasando sus manos. Sintió por primera vez el dolor y de sus ojos brotaron lágrimas que cayeron al agua; supo que tenía que volver y dejar que su pueblo siguiese feliz.

 Pasó el tiempo, y ella envejeció. Los hombres intentaron acercarse a ella para engendrar a hijos y ésta no aceptó a ninguno, temerosa de su descendencia, pero sí ponía sus manos en los que nacían, para que fueran más fuertes y buenos, hasta ver pasar a veinte generaciones. 
 La nombraron Sicía.

 Un día, uno de los niños del poblado se escondió en su refugio y esperó varias horas, resistiendo el sueño hasta el crepúsculo, frotándose la cara, sin entender por qué sus ojos se hacían más vagos.
Sicía entró sin hacer ruido y le tocó suavemente:

 - Tus ojos están descubriendo la oscuridad. Tienes que ir con tu madre y cerrarlos.
 - No eres como los demás. Tu piel está arrugada. Tus manos son distintas.
 - Hace muchos años, cuando era más joven que tu madre, también hice una pregunta.
 - No sé que es "pregunta".
 - El calor que sientes en el pecho. Las ganas de saber.
 - Siento calor en el pecho. Y siento mucho calor en los ojos. Quiero saber, Sicía.

 El niño se echó a llorar en aquel instante, y Sicía lo acunó durante unos minutos.

 - Eso que sientes es "dolor". Y con el "dolor" empiezan las preguntas. Y con las preguntas empieza el "conocimiento" y con más conocimiento hay más dolor. Tienes que ir a dormir y olvidar.

 Pero el niño siguió llorando y zafándose de los brazos de Sicía, corrió por el sendero de piedras hasta llegar al lago.
 Éste ya no tenía el resplandor que conoció la joven, antes de tener un nombre, pero reflejaba la luz de la luna en su negra superficie. El niño miró y tocó el agua, convirtiéndose en hombre.
 Sicía caminó hasta su encuentro:

 - Ahora ya no podrás volver al pueblo, no cabrás más por el camino. 
 - Soy como mi padre, pero me siento pequeño - y se echó a llorar de nuevo.
 Las lágrimas eran negras, y al tocarlas Sicía, brilló y se volvió joven y hermosa.
 El hombre la tomó entre sus brazos y la estrechó; de ese encuentro nacería el amor y después una bellísima niña.

 Sicía murió al dar a luz, y el hombre cuidó a la niña hasta que ésta creció y aprendió a hablar:

- Tienes que quedarte aquí y yo tengo que regresar al pueblo. Porque mi madre era conocimiento y tú, padre, eres amor .Y de mi nacerán las mujeres sabias y los hombres que podrán amarlas. 




 Nosotros somos el mundo nuevo. 
 Las mujeres olvidamos nuestra sabiduría y los hombres se han olvidado de amarnos.
 Pero el amor sigue sentado en un lago, sufriendo,  para ver si lo recordamos.







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